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La historia del catálogo de Music Hall


La historia del catálogo del sello Music Hall

 

Serú Girán y un primer disco incomprendido y destrozado por la prensa; Pappo’s Blues y su mirada porteña del Cream de Eric Clapton; Aníbal Troilo y su melodismo insuperable; Daniel Toro y sus canciones de un fino romanticismo. Son apenas algunos de los artistas y bandas que refulgen en el extraordinario catálogo de Music Hall. Durante 40 años la compañía discográfica editó a artistas nacionales e internacionales de una calidad inobjetable y constituyó –acaso sin saberlo - un tesoro cultural formidable.

 

 

Music Hall fue prolífica desde su nacimiento. Pero a finales de los años 80 - con un contexto de crisis y malas decisiones empresariales - ingresó en un proceso de caída sin retorno y cerró sus puertas en 1994. Un final impensado, sobre todo para su fundador Néstor Selasco, que en los años 50 había logrado abrirse paso en un mercado monopolizado por la alemana Odeón y la estadounidense RCA-Víctor. Selasco tenía 30 años, se dedicaba a la industrialización y venta de cámaras fotográficas, pero su paso previo como empleado de la ex Casa Lepage, del dueño de Odeón, le permitió advertir algunas señales comerciales.

 

Avizoró que el fenómeno de las orquestas de tango podía seguir tan fecundo como en los años 40. También conjeturaba que con la finalización de la Segunda Guerra Mundial ingresaría más música extranjera. Eran dos señales –pensaba Selasco- que harían crecer sustancialmente la demanda de discos. La industria del entretenimiento se potenciaba en todo el mundo a caballo de los grandes medios de comunicación: la radio, el cine, los discos y, en poco tiempo, la televisión. Selasco estaba convencido de que el negocio podía crecer desde la Argentina hacia el exterior. 

 


Pa’ que bailen los muchachos

A inicios de 1951 fundó Sicamericana, el nombre formal que contenía a Music Hall. Sabía que antes de lanzar la compañía debía asegurarse a un artista vendedor, para impactar, para ingresar al saloon del negocio pegando una patada en la puerta vaivén. Odeón jugaba con D’Arienzo y la RCA con Pugliese, y cargaban con Gardel y Caruso en sus respectivos catálogos. Selasco era amigo de Aníbal Troilo, compartían conversaciones profundas y largas noches de bohemia. Una madrugada en el legendario cabaret Marabú, Troilo le aconsejó que contratara a Carlos Di Sarli, “El señor del tango”. El director bahiense estaba en un parate. “Hace varios años que el Tuerto está guardado. Buscalo, haceme caso”, le dijo Pichuco a Selasco. Significaba una apuesta fuerte: Di Sarli era uno de los directores más elegantes y sobrios de los bailables años de oro del tango.

 

Después de arduas negociaciones Di Sarli aceptó la propuesta. Rearmó y ensayó con su orquesta en los estudios de Argentina Sono Film, productora asociada a Sicamericana. Su regreso se manifestó con novedades: un disco doble (con dos canciones por lado) y en vinilo al mismo valor que un simple. Estrategia que – según Selasco - fue imitada luego por el resto de las compañías discográficas. Salió en 1952 en la Argentina y en Uruguay (con licencia para la etiqueta de Sondor). El éxito fue rotundo: fabricaron 10 mil copias que se agotaron en una hora.   

 

La apuesta inicial fue amplia: además de músicos provenientes de “la típica o la jazz”, dos de los ritmos más bailados por el pueblo, apuntaban a figuras que cantaran boleros o canciones brasileñas, géneros recientemente ingresados al país con éxito. Una de ellas fue Leo Belico,  un brasileño que vino casualmente a Buenos Aires y que, presentado por un amigo, cantó una noche en el teatro Tabarís: le fue tan bien que esa misma noche lo tentaron para participar en Radio El Mundo, desde donde se convirtió en “La voz de Brasil en Buenos Aires”. Durante más de una década  interpretó con suceso canciones de Ary Barroso, Herivelto Martins y LuizGonzaga, entre otras.

 

 

La época era pródiga en inverosímiles historias que rodeaban a los productos artísticos de un halo de misterio. Fue el caso de la argentina Lydia Scotty, una vedette que había tenido un accidente aéreo en Brasil y “después de ser rescatada por la tribu de los indios Tabajaras”, comenzó a cantar y bailar con gran éxito. Los Indios Tabajaras fueron, además, una dupla de brasileños, con otra historia plena de exotismo que causó conmoción continental. Imprevistamente en 2017 su música fue puesta en circulación al ser la banda sonora elegida por Lucrecia Martel en su película Zama.

 

Era un momento de gloria del disco. El crecimiento de las ventas era imparable. Music Hall se transformó en una vidriera para muchos artistas que lograban visibilidad en el sello pero después continuaban sus carreras en las grandes discográficas, tentados por un mejor contrato y mayor cartel.

 

Ejemplos sobran. “Eladia Blázquez empezó su carrera cantando ritmos españoles”, - recuerda Gabriel Soria, presidente de la Academia Nacional del Tango y coleccionista de discos-. “Music Hall la convocó para su lanzamiento así podía competir con Odeón, que en ese género ostentaba a Lolita Torres. La hizo grabar con la orquesta de Julio Rosenberg, un gran arreglador. Eladia fue parte del elenco estable de Music Hall hasta que empezó a componer y un directivo de la RCA la invitó a grabar blues o boleros. Eso estaba de moda”. Hizo Humo y alcohol y estalló. Las luces del tango no se hicieron esperar.   

 

 
Entre Liverpool y San Remo, el boom folklórico

El sello apreciaba la estabilidad que le brindaban los artistas extranjeros. Uno de los más celebrados en Music Hall fue el italiano Doménico Modugno (distribuido en el país con licencia de Fonit) cuyas canciones sentimentales se adherían aquí de un modo especial entre las familias que tal vez apenas unas décadas atrás habían dejado su Italia natal. Pero no sólo en la Argentina fue furor. La canción Nel blu dipinto di blu, también conocida como Volare, representó un éxito incomparable a nivel mundial y en 1959, a un año de su creación, sumaba 22 millones de copias vendidas.

 

Sin cumplir diez años en el mercado, la expansión comercial de Music Hall fue tal que al amanecer de la década del 60 construyó una nueva sede, mucho más amplia, acorde con las ambiciosas proyecciones de la compañía. Quedaba en Uriburu 40 y contaba con tres plantas de oficinas y dos estudios de grabación, toda una rareza entre las discográficas nacionales.

 

Como se sabe, el auge del tango comenzó a declinar a partir de 1955. Los especialistas toman la llamada Revolución Libertadora como el hito que determinó su decadencia, pero también hay que atender coyunturas globales. En sintonía con lo que ocurría con el jazz en los Estados Unidos, los bailes populares fueron espaciándose. De todos modos, había una inercia de los años de apogeo y durante la siguiente década el sello perpetuó muchos de los contratos a tangueros. Luis Calvo, un ex ejecutivo de CBS, se hizo cargo de la vicepresidencia de Music Hall y fue el encargado de imantar a figuras como José Basso, Fulvio Salamanca –llegó a grabar 60 temas- y Feliciano Brunelli.

 

Pero el panorama general –cultural, comercial- era otro. La juventud empezó a ser considerada como un producto. Un sector aparecía tatuado por el ritmo del frenético rock and roll, que había despuntado a mitad de los 50 con Bill Haley y sus Cometas y con Elvis Presley. Otro adhería al boom folklórico que se proyectaba desde los pueblos y ciudades del interior a Buenos Aires. Eran fenómenos paralelos. Mientras explotaba el fanatismo por Sandro, Leonardo Favio y los integrantes de El Club del Clan inventado por un directivo discográfico de la RCA, el célebre y vilipendiado por las huestes del tango Ricardo Mejía, se agotaba en el país la producción nacional de guitarras criollas. No había hogar donde no se rasgueara una zamba; las profesoras de guitarra de barrio no daban abasto. Esta explosión de música dibujaba una poética que acompañaba el momento político del continente. La ebullición social, ese fervor, fue captada por la industria discográfica. Todo confluía en un arco que se tensaba entre las esquirlas de la Revolución Cubana y la estética del Festival de San Remo. Y algunos se colaban por el medio, como fue el caso del cantante y compositor salteño Daniel Toro, un suceso de ventas del llamado “folklore romántico”. Ni bien se consagró en el Festival de Cosquín en 1967, fue convocado a grabar por Music Hall: editó su primer disco El nombrador, al que le siguieron otros. Microfón fue otra grabadora surgida durante esos años que cimentó su catálogo con el boom folklórico. En ese contexto, Music Hall también editó obras de Los Carabajal, Los Cantores del Alba y del grupo vocal Buenos Aires 8. 

 

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El chamamé, un género históricamente discriminado aún dentro del propio folklore, vendía cifras considerables. Se grababa rápido y se vendía mucho. El periodista de rock Alfredo Rosso, que trabajó en Music Hall desde 1976 a 1981, contó que en los años 60 y 70 los músicos chamameceros solían grabar tres discos en un día. “La compañía les pagaba el pasaje, llegaban tempranito a la mañana, tomaban unos mates y grababan el primer disco. Después de almorzar grababan el segundo y, a la tarde, el último. Regresaban a la noche a sus provincias. Un negocio redondo para la empresa, porque vendían cerca de 60 mil copias, de las cuales 40 mil lo hacía el propio grupo en los bailes”. Algunos de esos artistas eran Los de Imaguaré, Las hermanitas Vera, Damasio Esquivel, Isaco Abitbol y Roberto Galarza.

 

Fue un instante esplendoroso. Contó Hugo Piombi, ejecutivo de la vieja CBS: “Para nuestra compañía fue una época formidable. Teníamos a Sandro, que había vendido 300.000 discos con Rosa, Rosa; Leonardo Favio estaba haciendo desastres: Fuiste mía un verano había vendido 600.000 y el LP, 250.000. También estaba Roberto Carlos y Piero, que con Mi viejo se posicionó muy bien. Y además eran nuestros el Cuarteto Imperial y Francis Smith, que era productor de planta y una máquina de hacer hits. Hernán Figueroa Reyes manejaba la parte de folklore y estaba sacando al Chango Nieto, a Jorge Cafrune, a Carlos Torre Vila. Y en RCA, la competencia, aunque lejos de nuestros números globales, empezaba a andar muy bien Palito Ortega. Competía con Sandro, pero su rango estaba más asociado con el de Leo Dan”.

 

Leonardo Favio, Palito Ortega y Sandro vendieron más de un millón de discos entre los tres. Había una rivalidad sorda, más fogoneada por los medios y las discográficas que con sustento real. Cada uno tenía su perfil: Favio era el melancólico irredento, el sufrido existencialista, el cantor de lo cotidiano; Palito, el ingenuo y familiar; Sandro, el huracán erótico.

 

La revista Análisis había publicado una nota titulada El mercado de los jóvenes. Decía: “La juventud ha invadido sectores millonarios del consumo. Los indicios sobran. De cada 100 discos, 73 son adquiridos por personas que oscilan entre los 15 y los 25 años, la versión nacional de los teenagers”. El esplendor de este singular instante pop era aprovechado por la pantalla grande. En el libro Cine Argentino 1957-1983. Modernidad y vanguardia (Fondo Nacional de las Artes), el capítulo Cine Industrial da cuenta de la seguidilla de películas de argumentos elementales que giraban en torno a la popularidad de un cantante o de un programa de televisión. Entre las tantas protagonizadas por Palito Ortega figura El Rey en Londres (1966), en la que junto a Graciela Borges recorre hitos turísticos de la ciudad e, incluso, ¡actúan Los Beatles como teloneros de uno de sus shows! Directores comerciales como Emilio Vieyra, Enrique Carreras y otros realizaron taquilleros filmes como El Club del Clan, Ritmo nuevo y vieja ola, ¡Esto es alegría!, y muchos titulados directamente como el hit en cuestión: ¡Cómo te extraño mi amor! (con Leo Dan, 1966), Digan lo que digan (1966, con Raphael), Un muchacho como yo (1968) y Corazón contento (1969, con Palito Ortega), Fuiste mía un verano (1969, con Favio), El extraño del pelo largo (1970, con La Joven Guardia y Litto Nebbia), En una playa junto al mar (1971, con Donald), entre tantas otras que también contemplaban otros géneros, como la música de raíz y el boom folklórico.

 

 

De Pichuco a Pappo

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A mediados de los años 60, el tango aparecía como un emblema del pasado y apenas Julio Sosa, con su estampa carismática y viril, le ponía el pecho a la decadencia y se cristalizaba como un bastión de masividad. El otro que capeaba la crisis, inventando nuevos caminos, fue Astor Piazzolla. No obstante, la mayoría de los protagonistas de los años de oro del género estaban vigentes en términos creativos. Contemplaban con melancolía e indignación cómo la historia pasaba de largo pero, lejos de paralizarse, se reconvirtieron: las orquestas se transformaron en pequeños sextetos, quintetos, tríos, y paradójicamente la necesidad de adecuarse a pequeñas salas y tanguerías derivó en una música de una calidad significativa. El ícono de este instante histórico es claramente Piazzolla, pero la tendencia se extendió en diversas estéticas. De Troilo y Grela al lunfardo exquisito de Edmundo Rivero, de la escuela multiplicadora de Osvaldo Pugliese al brillo de cantores solistas como Roberto Goyeneche, de Salgán-De Lío a Baffa-Berlingieri. Se refugiaron en pequeños locales y detuvieron la agonía del tango.

 

El sello discográfico TK cambiaba de dueños y paralizaba su producción enfocada especialmente en el tango y el folklore. La empresa promovida durante el peronismo había nacido en 1951 - a la par de Music Hall - y en sus 10 años de vida contaba con un catálogo extraordinario: gran parte de la obra de Troilo, figura nodal desde sus inicios, y también discos de Astor Piazzolla, Alberto Castillo, Mercedes Simone, Agustín Irusta, Joaquín Do Reyes, Raúl Kaplún y Tito Martin.

 

Funcionó además como plataforma de lanzamiento de figuras del folklore. Eduardo Falú, Los Fronterizos, Los Cantores de Quilla Huasi, El chañarcito (de Marcos Tames), entre otros, debutaron en TK y pasaron después a otras compañías.  

 

Hombre astuto, Selasco supo que el catálogo se vendía y avizoró una gran oportunidad: podría tener a artistas vendedores sin necesidad de competir con las ofertas de los grandes sellos, sólo con reeditar las obras de TK. Lo compró a mediados de la década. Como estrategia comercial, ideó una colección de bajo presupuesto a la que llamó Difusión Musical y por la que reeditó lo mejor de TK a mitad de precio. También le pagó la mitad de las regalías a los artistas. Experimentó su propio boom folklórico y tanguero: fue récord de ventas hasta en los 70.

 

Al tiempo que adquiría el catálogo de TK, Music Hall puso también el foco en una banda de rosarinos  influenciados por el beat británico. Se ubicaron por actitud y aspecto en las antípodas del tango, pero también lejos de la estética pasteurizada de El Club del Clan. Se llamaban Los Gatos Salvajes y cuando recibieron el ofrecimiento de grabar para el sello estaban en la búsqueda de un lenguaje propio. Destacaba su líder, cantante y compositor que tenía 16 años: Litto Nebbia. En 1965 salió a la venta el disco homónimo, el primero compuesto con mayoría de temas propios cantados en español. Hasta el momento sólo sonaban versiones traducidas de los éxitos sajones. La banda redujo su nombre a Los Gatos y junto a una serie de grupos y solistas que merodeaba el local de jazz La Cueva, la confitería La Perla de Once, Plaza Francia, el barrio de Belgrano con Almendra o, más allá de Capital, Quilmes con Vox Dei, inventaron lo que muchos años después se conoció como “rock nacional”. Fue un movimiento que nació marginal y que proponía un modo de vivir diferente a los jóvenes que hacían o consumía “música complaciente”. Estaban influidos por Los Beatles, por Los Rolling Stones, por Bob Dylan y, en general, por la contracultura que había estallado en la ciudad de San Francisco.

 

Eran un grupo heterogéneo de muchachos que quería darse a conocer, pero las propuestas artísticas chocaban con cierta incomprensión de las grandes discográficas. Con algunas excepciones –de hecho tanto el primer hit, La Balsa, de Los Gatos, como el histórico primer disco de Almendra, salieron por RCA Vik- no son pocas las anécdotas que reflejan cómo los ridiculizaban. En ese contexto, Music Hall junto a Mandioca (de 1968 a 1970) y luego Talent Microfón (1970 a 1977), ambos dirigidos por Jorge Álvarez, fueron los principales sellos que impulsaron y delinearon la idea basal del “rock argentino”. En un principio fueron movidas pequeñas en cuanto a las dimensiones económicas, pero de una influencia cultural medular.  

 

Nacía en el país un nuevo abordaje de los discos como obras conceptuales. La música y el arte gráfico cruzaban significantes y en ese combo subyacía un discurso, en general, ambicioso. Una de las bandas icónicas de esos primeros años 70 fue Arco Iris, que exploraba la fusión de rock con ritmos folklóricos, rescataba la cadencia del tango apiazzollado, mezclaba géneros. Liderada por Gustavo Santaolalla y Dana, una ex modelo que oficiaba de guía espiritual, hacía canciones que destacaban el misticismo de la época. El zeigest estaba atravesado por creencias que iban desde Castaneda hasta Jung o Gurdjieff. En lo extramusical funcionaban como una comunidad con reglas que contemplaban despertarse al alba, meditación y cero sexo, drogas y alcohol. Si bien sus comportamientos les valió ser discriminados dentro del rock, sus cuatro discos  publicados por Music Hall en el lapso de dos años son obras fundamentales de la música argentina: Sudamérica o el regreso a la aurora, Tiempo de resurrección, Inti Raymi y Agitor Lucens V.  

 

Durante ese tiempo, Santaolalla produjo también el primer disco (y homónimo) de León Gieco. Espejado en un principio en Bob Dylan, León se convirtió en un cantautor testimonial que combinó rock y folklore y que editó un total de seis discos más con Music Hall.

 

En las antípodas, un guitarrista de La Paternal que merodeaba Plaza Francia formó un power trío legendario que acopló potencia y una mirada psicodélica sobre la vida cotidiana: junto con Pomo Lorenzo y Machi Rufino, Norberto Napolito fraguó su formación más presente en el corazón popular, Pappo’s Blues. (Entre 1971 y 1978, editaron siete álbumes en MH)

 

Las ventas de títulos nacionales empezaban a crecer lentamente. La discográfica equilibraba números con éxitos asegurados como los discos de Música en Libertad, el programa televisivo musical cuyo elenco juvenil interpretaba y bailaba las canciones comerciales más populares del momento. También con la publicación de artistas extranjeros: tenía los mejores catálogos, compraba las licencias de los discos a Warner Bross Record, Elektra, Atlantic, ABC, Vanguard, Reprise, entre otras compañías, y publicaba a los Rolling Stone, BB King, Frank Sinatra, Joni Mitchell, Bob Dylan, George Harrison, Led Zeppelin o Jimi Hendrix. Una constelación del mejor rock. Las editaba el productor Oscar López. En 1978 convenció a Selasco de fundar un sello puramente rockero de producción local. Se llamó Sazam Records.  

 

López tenía el campo liberado: Talent ya no existía (Álvarez se había exiliado en España por amenazas del gobierno militar) y el resto de las grabadoras aún desconfiaba del poder de ventas del rock. Sazam salió al ruedo con tres grandes bandas del momento: Nito Mestre y los Desconocidos de Siempre, Pastoral y el nuevo proyecto de Charly García: Serú Giran. Habían pasado tres años de la separación de Sui Generis – el dúo junto a Mestre que colocó al folk rock cantado en castellano en un nivel inédito de popularidad – y uno de la disolución de La Máquina de Hacer Pájaros, con la que incursionó en el rock progresivo. Charly volvía a reinventarse: regresaba ahora con un grupo que – intuía – iba a hacer historia. El cuarteto -  integrado junto a David Lebón, Pedro Aznar y Oscar Moro– apareció con un disco homónimo que recibió críticas adversas. Combinaba jazz, rock, blues, tango y ritmos brasileños con una lírica densa, luminosa e irónica. La prensa y el público – simbiotizados con el clima oscuro y la demanda estética de la época - demoraron en aceptar la propuesta. La revancha llegó al año siguiente con La grasa de las capitales. Un LP con canciones fuertes, inspiradas, más concretas y directas que la del debut. El arte de tapa también fue clave: una parodia a la revista Gente en la que los cuatro músicos aparecían caracterizados representando estereotipos sociales: Aznar como oficinista; Lebón, rugbier; Charly, un despachante de estación de servicio y Moro carnicero. Apenas un par de años después serían considerados el más popular, reconocido e influyente grupo del rock nacional. Pero ya no estaban en Music Hall.

 

El desfile de músicos de rock por la sede de la compañía potenciaba el carácter obsesivo de Selasco: se ofuscaba si fumaban en las salas de grabación o en los pasillos y criticaba el exceso de informalidad (Charly y Lebón lo habían apodado Walt Disney por el parecido físico con el dueño de la compañía de entretenimientos). Los artistas lidiaban con presupuestos acotados, promesas incumplidas de dinero y - los menos avezados –con contratos engañosos. También padecían los horarios marginales (nocturnos y acotados) para grabar en el estudio o la escasa difusión de algunos discos. El vínculo era complejo. La troupe rockera quería editar y Sazam no sólo ofrecía una posibilidad, sino que además propiciaba libertad artística. López también fomentaba el arte conceptual de las tapas a diferencia del resto de los sellos que lo descartaban por considerarlos complicados.

 

Parte de la promoción se hacía a través de Sazam Club, un fichero de 400 fans a los que enviaban por correo un boletín mensual con entrevistas exclusivas a los artistas del sello. Era una especie de pergamino con cierto aire de sofisticación en el diseño y el contenido. También enviaban postales promocionando fechas de recitales y motorizaban concursos cuyos premios eran discos que aún no estaban a la venta.

 

En plena dictadura, un circuito subterráneo de pubs porteños abría sus puertas al jazz, la canción popular y el café concert. Otros sótanos promovían la música disco o el heavy metal, como ecos tardíos del movimiento post punk que estalló en el exterior unos años antes. Eran auténticos reductos de resistencia que se propagaban a medida que la censura se retraía. El cambio de paradigma estético que se vislumbraba desde los márgenes se corporizaba en los primeros recitales de Riff y de Los Violadores, el primer disco de Virus, el debut de Zas como teloneros de Queen y el regreso de Miguel Abuelo con Los Abuelos de la Nada. La revista Humor fue uno de los medios que promovió la movida. Paradójicamente, el impulso inusitado lo dio el propio gobierno militar: en plena guerra con Gran Bretaña prohibió difundir por radio canciones en inglés y las bateas enloquecieron. Estalló el negocio. La dictadura caía y los artistas exiliados regresaban al país a rencontrarse con su público. Explotaba el boom de los conciertos y las grabaciones en vivo que registraban ese clima de época: eran verdaderas ceremonias catárquicas. Para los sellos también era un negocio veloz y económico: grababan en una sola noche un disco de hits que en cuestión de días se convertía en Disco de Oro (30 mil unidades vendidas) o de Platino (60 mil). Las diferentes estéticas convivían en una misma escena ávida de expresiones. Miguel Cantilo volvía al país con Punch y su estilo new wave; en paralelo revivía el dueto con Jorge Durietz que combinaba rock acústico con poesía mordaz y letras cargadas de denuncia social: Pedro y Pablo En concierto fue grabado en vivo en 1982 en el Teatro Fénix de Flores y editado por Sazam. La modernidad también encarnaba en bandas como Soda Stereo y Los Twist. Charly García volvía a romper los moldes: se cortaba el pelo, acentuaba su bigote bicolor y aparecía con un disco que la promovía desde su título: Clics modernos (SG Discos). En el álbum puso al frente las cajas de ritmo y las programaciones, e hizo bailar con canciones frescas y provocativas. En 1985, Rockas vivas, de Miguel Mateos y Zas registrado en el Teatro Coliseo fue Disco de Diamante: vendió más de 500.000 copias sólo en la Argentina. Selasco celebraba: durante muchos años fue uno de los más vendidos en la historia del rock nacional.   

 


Music Hall: rescate emotivo

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Los 80 fueron años gloriosos para el rock pero también de ambios profundos en la industria discográfica que ingresó en la era de la digitalización. La renovación tecnológica puesta en marcha con el Compact Disc (CD) propició una contradicción innata: lo que en principio permitió insuflar aire a las estancadas ventas del mercado discográfico, posibilitó  también la piratería y la consecuente desaparición de las disquerías. Nacieron nuevas reglas.

 

Las ventas volvieron a contraerse y las casas matrices de las compañías ordenaban achicar estructuras y tercerizar servicios. Selasco no supo cómo adaptarse. Siempre había participado de todas las decisiones de la empresa pero ahora  - con más de 70 años – se sentía fuera de juego. Music Hall sostenía la misma organización -incluida una oficina en Miami - y arrastraba deudas de más de un millón de dólares, un combo letal que terminó de explotar por una crisis matrimonial entre Selasco y su tercera mujer Mercedes Sorroza, vicepresidente de la compañía. Sicamericana S.A. entró en quiebra y cerró meses después. Detrás de sus puertas y en un aletargado proceso judicial quedaron atrapadas las cintas y los derechos de unas 3000 obras que componen el invaluable catálogo de Music Hall. No pertenecían a una empresa, tampoco a los músicos. Eran sólo una añoranza.

 

La creación del Instituto Nacional de la Música (INAMU) en 2013 abrió la posibilidad de rescatarlo. El proceso judicial de la quiebra estaba en su etapa final: sólo restaba vender el catálogo. La jueza lo había resguardado como un patrimonio cultural - otorgándole valor a su totalidad - y no había aceptado la venta de las obras de modo individual. Una manera de preservar también los discos de menor éxito comercial.

 

La primera intención del INAMU fue conseguir un proyecto de ley para recuperarlo. Pero era el 2015 y ante la posibilidad de que los tiempos políticos malograran la idea, ejerció su carácter autárquico e hizo una oferta para adquirir los títulos: $2.750.000. El dinero provino de la recaudación del instituto establecida por la Ley de Servicio Audiovisual. El juzgado confirmó la venta.

 

Los derechos de todas las obras que integran el catálogo y el material físico que sobrevivió al desguace de Music Hall pasaron a ser propiedad del INAMU. Desempolvaron cerca de 800 cintas y DATs (Digital Audio Tape) que estuvieron durante más de 20 años guardadas en un depósito de una compañía de música tropical (y hasta se salvaron de ser alcanzadas por las llamas de la tragedia de Iron Mountain). “Afortunadamente son muy pocas las cintas que no sirven”, dice Gustavo Gauvry, experto en sonido y fundador del mítico estudio Del Cielito. Desde hace un año y medio trabaja como asesor técnico en el INAMU, donde manipuló más cintas que en toda su carrera. Una le llamó especialmente la atención. Tenía una etiqueta que decía: “Astor Piazzolla NN”. Cuando abrió la caja encontró la cinta desarmada de adentro para afuera. Estaba apelmazada y se cortaba apenas la tocaba. La desenrolló en el piso de la oficina. Estuvo 10 horas para volver a enrollarla con la incertidumbre de no saber con qué se iba a encontrar. Cuando finalmente pudo escucharla sonaba bárbaro. Dice que fue muy emocionante. Después supo que ese tango se llama  Marrón y Azul.

 

El sistema analógico de grabación– diferente a la conversión a datos que sucede en el digital – hace que Gauvry compare su tarea con ingresar a una máquina del tiempo: el aire movido por los instrumentos y captado por los micrófonos quedó atrapado en las cintas magnéticas que giraban en las viejas máquinas grabadoras. Ahora, al reproducirlas, ese aire mueve los parlantes para que aquellos músicos vuelvan a sonar. “Como si estuvieran acá”. Dice.

 

En ese viaje también se reencontró con algunas de las grabaciones que él mismo realizó para Music Hall con su estudio móvil. Una fue De Ushuaia a la Quiaca, registro de una gira por el país comandada por León Gieco y Gustavo Santaolalla. Una  radiografía musical de la Argentina con grabaciones a músicos extraordinarios como Sixto PalavecinoCuchi LeguizamónLeda Valladares, Gerónima Sequeida, entre muchos más. Al escucharla regresa a esos lugares. Es un retorno emotivo porque algunos de esos artistas ya no están, pero también de reafirmación de la calidad y la riqueza musical del álbum. Digitalizarlo es – asegura - contribuir a la inmortalidad de esa música.

 

Las obras que Gauvry rescata son entregadas por el INAMU en formato digital a los artistas o a sus herederos. El instituto también les cede las licencias para que puedan reeditar y comercializarlas hasta que se cumpla el plazo que la ley establece (70 años después del registro en fonograma). Los músicos se reencuentran con su pasado y con las historias que empujan detrás de cada canción: Litto Nebbia recuperó dos temas inéditos de Los Gatos Salvajes que ni recordaba que había grabado; Los Jaivas encontraron su álbum perdido, el único que les faltaba para completar su discografía (Los Jaivas en Argentinagrabado en vivo en 1983); el hijo de Roberto Galarza pudo volver a escuchar las canciones que su papá le cantaba cuando era niño y no sabía que estaban grabadas.

 

Una reparación histórica con los músicos que durante más de 20 años no sólo no pudieron reeditar ni cobrar las regalías de su propia obra, sino que vieron circular ediciones ilegales de bajísima calidad sonora y hasta con errores gráficos en el arte de las tapas. Tal vez el caso más burdo fue una edición pirata de La Grasa de las capitales donde figura el apellido de David Lebón con V. Por esa y otras obras publicadas ilegalmente durante muchos años, el Instituto está en juicio penal y comercial con Daniel González Casartelli, dueño de D&D Producciones Fonográficas S.A. Hoy sólo resultan legales aquellas que incluyan el logo del INAMU.

 

De la totalidad de los derechos recuperados, el INAMU se reserva el de productor fonográfico que abona Capif (Cámara Argentina de Productores de Fonogramas y Videogramas). Propone destinarlo a un nuevo programa para que bandas y solitas graben su primer disco: se llamará justamente Mi primer disco. Entonces la música de ayer alimentará la de hoy.  El círculo empieza a cerrar.

 

Texto: Alicia Beltrami 
Edición: Mariano del Mazo

 

Fuentes: 

Colección de discos La Resistencia de Tango. (Sony)
Nuestros discos queridos. R.P.M., de Hernán Rapela (Parábola Editorial)
Sandro. El fuego eterno., de Mariano del Mazo (Aguilar) 
Cine Argentino 1957-1983. Modernidad y vanguardia (Fondo Nacional de las Artes)
50 años de Rock en la Argentina, Marcelo Fernández Bitar (Sudamericana)
Revistas Discomanía
Diarios Clarín, La Nación y Página 12
Blog: Jens-Ingo's Tango DJ 
Boletín oficial de la Argentina

 

 

 


Fecha de la actividad: 01/01/2018

Inamu
Ministerio de Educación